Es extraña esa costumbre de muchos vivos de regalar flores a quien no puede apreciar su belleza.
Mientras que muchos vivos lloran y sufren, mientras piden un poco de compañía y alegría, muchos vivos prefieren dejarlos en la más inmensa soledad para irse a un lugar donde las únicas personas vivas son ellos mismos, entonces compran afuera del cementerio las flores que pudieron alimentar a algún pequeño insecto y que fueron cortadas para terminar marchitándose al frente de un sepulcro, dentro del cuál las únicas señales de vida son las de millones de microorganismos que consumen a quien alguna vez fue una persona, hasta algunos afortunados insectos logran pasar la barrera, la lápida, para llegar al ataúd y alimentarse.
Durante largas horas del día el cementerio es un lugar lleno de ausencias, de soledades… Y no hablo de las grandes comisiones de personas que llegan a un entierro –algunas sin siquiera medio conocer al muerto-, tampoco hablo de la tumba donde yacen los restos de quien en algún momento estuvo vivo –y que ahora es alimento y da vida a millones de seres vivos-, hablo de los solos, de esos que aún viven su duelo, de esos que compran la flor cortada porque quieren acompañar a su muerto aunque sea con algo de color frente a su tumba, aunque en el fondo saben que su muerto no puede apreciarlas.
Siento que esas solitarias personas inmersas en un duelo que no termina no cortan flores para su muerto, sino para mitigar su propia pena.
Dicen que la ausencia y la soledad se lleva por dentro, pero es allí, en el cementerio, donde esa ausencia puede exteriorizarse, donde la flor puede ser símbolo del vacío que deja en nosotros quien muere, donde la flor puede ser un propio regocijo al ver que al día siguiente no se ha marchitado por completo y que se esta ahí, aún, para cambiarla por una nueva.
Es allí, en el cementerio, donde podemos ver lo efímera, y a la vez infinita que puede ser la vida. Donde las ausencias se pintan de colores y pueden ser más llevaderas.
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