La neurociencia muestra que la ficción literaria altera y programa el cerebro humano; por otro lado, la realidad que experimentamos parece estar construida en su constituyente básico de lenguaje. Si el lenguaje programa nuestra mente y la realidad está hecha de lenguaje, es posible, entonces utilizar la literatura para embeber nuestra propia ficción en la realidad.
El gran acto mágico es decidir si vas a vivir en tu propia ficción
Alan Moore
Cualquier historia del arte notará que una de las primeras definiciones o acercamientos a una teoría del arte se desprende de la filosofía griega; Platón y Artistóteles entendieron el arte como la imitación de la naturaleza. El artista que contempla las formas prístinas de la naturaleza busca reflejarlas en una obra –es una especie de culto mimético (místico) a la belleza a través del cual se puede adorar o entrar en contacto con lo esencial. El arte es el espejo del mundo natural, pero también es el espejo-portal (como el de Alicia) a través del cual se vislumbra el mundo divino, que se transparenta en la naturaleza: “un símbolo del espíritu”, en palabras de Ralph Waldo Emerson.
Las estatuas griegas lograron un extraordinario “realismo” para su época buscando reflejar los atléticos cuerpos de los héroes y dioses, de los cuales, a su vez, los seres humanos son reflejo. La pintura en ese mismo cauce luego desarrolló la perspectiva. En la literatura (y más tarde en el cine, donde la fotografía posibilitó su imperio) surgió el realismo. Uno de los precursores de esta corriente literaria, el novelista francés Stendhal, escribió en Rojo y Negro: ”La novela es un espejo que pasa por un camino”.
Las estatuas griegas lograron un extraordinario “realismo” para su época buscando reflejar los atléticos cuerpos de los héroes y dioses, de los cuales, a su vez, los seres humanos son reflejo. La pintura en ese mismo cauce luego desarrolló la perspectiva. En la literatura (y más tarde en el cine, donde la fotografía posibilitó su imperio) surgió el realismo. Uno de los precursores de esta corriente literaria, el novelista francés Stendhal, escribió en Rojo y Negro: ”La novela es un espejo que pasa por un camino”.
Existe cierto romanticismo en esta frase de Stendhal –pese a anunciar una ruptura. Es la idea magnifica y ambiciosa del artista, que supone posible que su obra abarque la realidad, en toda su amplitud y con toda fidelidad. Pero quizás más que reflejar la realidad, ya que la realidad es elusiva y objetivamente inasequible, quizás lo que hace el artista, capaz de colocar un potente espejo en el camino (que se bifurca), es reemplazar la realidad. Convertir el mapa en el territorio.
Algunas décadas después de Stendhal, Oscar Wilde dijo: “La vida imita al arte más que el arte imita a la vida”. El popular escritor Jonah Lehrer escribió un libro, Proust Was a Neurocientist, en el que argumenta que muchos de los descubrimientos modernos de la neurociencia ya habían sido atisbados por artistas como Proust, Cezanne o Stravinksy. Lehrer quizás debió de haber incluido a Wilde, quien, más allá del manierismo dandy de su filosofía (donde la estética es el camino a la verdad), parece haberse anticipado a algo que la neurociencia empieza a descubrir. El arte, actuando como una droga sobre el cerebro, es capaz de hacer que la vida (o la neurobiología) lo imite: y experimentamos, literalmente, aquello que una obra de arte ha logrado confeccionar.
Específicamente la literatura de ficción –siendo su interacción lo que la neurociencia más ha estudiado– es capaz de crear simulacros de una experiencia a través de una concatenación de palabras. Al punto de que en el cerebro de una persona leer algo es equivalente a vivir algo.
Un equipo de investigadores de la Universidad de Emory halló que cuando una persona lee una metáfora que involucra textura, la parte del cerebro responsable de percibir a través del tacto se activa. Metáforas como “el cantante tenía una voz de terciopelo” o “el hombre tenía manos de cuero” excitaron esta zona sensorial del cerebro , mientras que frases como “el cantante tenía una voz agradable” y “el hombre tenía manos fuertes” no activaron esta parte del neurcórtex. Posiblemente las métaforas tienen la habilidad de detonar ráfagas de neuronas espejo.
“El cerebro, al parecer, no hace distinción entre leer sobre una experiencia y encontrarla en el mundo real; en cada caso, las mismas regiones neurológicas son estimuladas”, escribe Annie Murphy Paul en el New York Times. Al parecer la literatura se asemeja a un sueño lúcido; el trabajo del psicólogo de la Universidad de Stanford, Stephen Laberge, muestra que no sólo se activan las mismas parte del cerebro cuando una persona sueña algo, por ejemplo una relación sexual, que cuando lo vive despierto, también se producen las mismas respuestas fisiológicas –respiración, ritmo cardiaco, etc.
La literatura no sólo provee experiencias sensoriales simuladas indistinguibles (neuralmente) de la realidad, también provee experiencias sociales simuladas indistinguibles de la realidad. Raymond Mar, investigador de la Universidad de York realizó una serie de resonancias magnéticas y descubrió que las redes neurales usadas para entender historias y las redes neurales usadas para navegar interacciones con otros individuos se empalman sustancialmente –es decir, las narrativas que leemos en un libro se fusionan con las narrativas que escuchamos socialmente. No es extraño que las personas que leen ficción, como muestra este estudio, tengan mayor capacidad de empatizar con los sentimientos de las demás personas.
La vida imita al arte en más de una forma. Investigadores de la Universidad de Ohio State examinaron a personas que habían leído una obra ficción en la que se habían identificado con alguno de los personajes de manera inmersiva (tal que le llaman “perderse en el personaje”). Cuando esto sucedía los lectores se descubrieron a sí mismos experimentando las emociones, creencias y pensamientos de este personaje, e incluso llevaron esto a su vida personal, efectuando actos puntuales influenciados por esta especie de posesión de la ficción. Por ejemplo, en un experimento, las personas que se identificaron con un personaje de ficción que superó una serie de obstáculos para votar, tuvieron significativamente mayor probabilidad de ejercer su voto en una elección real que se celebró días después. En otro caso, personas que leyeron sobre un personaje de una orientación sexual o raza diferente mostraron una actitud favorable, estadísticamente significativa, hacia personas de otros grupos (de raza u orientación sexual). Los investigadores llaman a esto “toma de experiencias”, donde el lector asimila, como si lo hubiera vivido en carne propia, una experiencia de un personaje de ficción.
Que la literatura pueda afectarnos, al menos en un plano neurológico (pero sabemos que la mente se somatiza), tanto como los estímulos sensoriales que recibimos de la naturaleza podría parecernos extraño o exagerado, pero si consideramos que uno de los factores que determina y moldea nuestra realidad, a la par de la luz o el sonido, es el lenguaje, podemos empezar a entender este algoritmo. La frase de Ludwig Wittgenstein “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” ha sido citada ad nauseam, pero es una de las más elocuentes y más legitimadas expresiones de una noción que ha sido explorada por otros frentes, menos respetados por la academia (como pueden ser los circuítos neurolingüísticos de Tim Leary-Anton Wilson-Antero Alli). Esto es, que existe una relación directa entre el lenguaje que manejamos y el mundo que experimentamos: como si del lenguaje, de sus limitaciones y de su infraestructura, se desdoblara la realidad.
El ser humano construye su realidad y su relación con el mundo a través de narrativas. Desde los grandes mitos y arquetipos colectivos que se repiten culturalmente y en nuestro inconsciente hasta las narrativas individuales que nos repetimos diariamente (por esto DARPA estudia las narrativas como un arma psicomilitar para manipular al enemigo) –lo que pensamos que somos, lo que queremos ser, lo que la sociedad nos dice que hemos sido: la memoria, la experiencia y el deseo se traducen en un diálogo interno que, al repetirse constantemente, nos in-forma. Aunque nos consideramos seres autónomos, poseedores de un libre albedrío, en control de nuestra psique, lo cierto es que nuestra mente no es un sistema cerrado del cual solo nosotros tenemos la llave. Fundamentalmente nuestra psique está constituida por lenguaje, sea este el lenguaje consciente de lo que decimos o pensamos o sea el lenguaje inconsciente y simbólico de los sueños y los recuerdos y experiencias sepultadas. Este lenguaje personal interno, por decirlo de manera simple, constantemente interactúa y se interpenetra con el lenguaje del mundo: con la realidad que se despliega de su totalidad implicada como un lenguaje. Una gran porción de este cúmulo lingüístico del mundo es parte natural de nuestra mente inconsciente, es una herencia de la arqueología de la mente, una representación de lo que se conoce como anima mundi. Pero la cultura y el ser humano evolucionando en el tiempo, experimentando el mundo, generan nuevos lenguajes, nuevas narrativas (aunque se desprenden de una misma fuente) a las cuales podemos acceder a través de productos culturales. Una obra literaria es quizás el ejemplo más claro de esto en el sentido de que es lenguaje en su transmisión más directa: la mente de quien escribió una obra interactúa directamente con nuestra mente a través del lenguaje.
Todo esto para intentar decodificar el algoritmo con el que la literatura se vuelve programación mental. Las palabras que leemos se convierten en nuestro fuero más íntimo, aquel que nos repetimos en la noche y en el silencio. Las palabras, al ser repetidas o retransmitidas, activan zonas en la mente que simulan experiencias tan vívidas como la realidad. Si bien leer un libro de kung-fu no nos convierte en maestros de kung-fu (como en Matrix donde Neo descarga programas de artes marciales en su cerebro), es el talento (numinoso, usando un término predilecto de Jung) de un escritor el que logra transmitir experiencias que se vuelven transpersonales y son integradas a la psique del lector. Esto es, su capacidad de trazar el puente diáfano de la empatía en su lenguaje. Las palabras pueden ser como aquellas piedras mayas que no sólo graban en el tiempo un concepto simbólico, graban, para quien es capaz de escuchar, una experiencia y tal vez hasta una intención intemporal.
Este es el punto donde la magia y el arte se encuentran, al principio y al final de la historia. El artista que, en su obra imita los procesos y las fuerzas de la naturaleza, logra luego que la naturaleza (o la vida) imite su obra. Esparciendo su código como polen… su visión, su pensamiento a lo largo del mundo, a través de una inseminación psíquica que lo reproduce. Esta es una forma de acariciar la inmortalidad vía la memética. Pero quizás no es la inmortalidad del artista, es la inmortalidad de las emociones y de los arquetipos que usan al artista para lograr una claridad, una inmunología sublime, que asegure su efectiva transmisión (de la misma forma que los genes podrían estar usando nuestros cuerpos para perpetuarse). Así se inflitran los temas eternos en nuestras narrativas.
Por otro lado, se esclarece la posibilidad de, literalmente, alimentarse mentalmente del mundo. Orquestar una neuroprogramación leyendo textos y consumiendo memes que puede, bajo una rigurosa guía, llevarnos a radiantes realidades de diseño. Somos lo que comemos, pero ciertamente también somos lo que leemos –y esto no es una metáfora. Nos movemos en un mar etéreo de lenguaje, en atmósferas donde las moléculas de oxígeno también son bits. Percibir y conducir esta construcción lingüística de la realidad es el primer paso para vivir nuestra propia ficción y escribir nuestro propio código en el cielo.